Doctor Honoris Causa por la Universidad Politécnica de Valencia. Investido el 4 de octubre de 2001
Francisco Brines: 'un clásico viviente'.
La Universidad Politécnica de Valencia ha tenido el acierto de nombrar doctor honoris causa a un poeta que representa tanto nuestra tierra como nuestro tiempo, hasta tal punto que toda su obra puede ser entendida como un luminoso y sombrío espejo de ella y como una amarga y honda reflexión sobre él. Al encomendarme la laudatio de Francisco Brines, La Universidad Politécnica me confía una tarea placentera y hermosa: la de trazar el mapa de quien es hoy y aquí nuestro homenajeado, y la de revivir, en las distintas etapas de su ruta, todas y cada una de las diversas emociones que, a lo largo de los años, el contacto directo con él y con su obra me ha ido haciendo sentir como lector. Porque la poesía de Francisco Brines se reconoce, distingue y caracteriza por esto: por la emocionada y emocionante lucidez que produce lo que podemos llamar su coherencia. Una coherencia que - conviene decirlo - no deriva de la mecánica e implacable aplicación de un sistema, sino de la escrupulosa vivencia de ese profundo sentido de lo sagrado que se da sólo en la más absoluta intimidad: la del yo enfrentado a la angustia de ser y de dejar de ser, la del yo frente al terror y al horror que en los humanos produce, más que el ser, el sí mismo.
Carlos Bousoño ha denominado metafísica a esta poesía que es, y a la vez, conocimiento y emoción, y que se constituye en una salvadora fortaleza: "La poesía era también, pues, mi fortaleza" ha escrito Brines en un texto -"La certidumbre de la poesía"- que puede considerarse como su poética y en el que su autor describe lo que el poema aporta y lo que la poesía es. El poema para Brines es "la conciencia dramática del vivir". Por eso "no suele crecer en el estéril territorio de la certeza", sino en y desde "la necesidad". Y, por eso, la poesía funciona en él como "un desvelamiento". La "conciencia dramática del vivir" - que constituye su base perceptiva- determina lo que otro de sus estudiosos, José Andújar Almansa, ha llamado su "ética de lo trágico" e informa lo que el propio Brines ha reconocido como su moral: "una moral de estirpe clásica", para la que propone la calificación de "estoica". El pensamiento poético de Brines posee una metafísica y una ontología definidas, que implican una ética precisa y que configuran también una muy clara posición moral.
Antes me referí a su profunda coherencia; ahora hay que indicar otro principio que recorre su obra: la unidad. Alejandro Duque Amusco ha insistido en ello: según él, "el proceso creativo" de Brines "es una fiel insistencia sobre la misma idea matriz". No es, pues, un poeta que proceda por saltos: en él hay un mundo, muy pronto y muy bien delimitado, al que el propio desarrollo y la experiencia de la vida le irán dando contornos cada vez más precisos, en los que el dualismo que articula su base se verá sometido a un intenso proceso dialéctico, en el que, más que cambios bruscos, hay una creciente y coherente evolución. José Olivio Jiménez lo ha explicado muy bien: para él, como para Alejandro Duque Amusco, "en Las Brasas", el primer libro publicado por Brines, "está el germen" de toda su poesía posterior. Para el gran crítico cubano, la poesía primera de Brines se inscribe dentro del "concepto rilkeano de la soledad como ámbito y sostén", practica la técnica de la objetivación -patente en el enfoque azoriniano y velazqueño de ese cuarto en penumbra, invadido por la inclinación del sol, en el que está sentado alguien / que es un bulto de sombra- y extiende sobre la "monocromía en denso gris", que le sirve de fondo, un despliegue del símbolo que será siempre uno de sus más revisitados ejes. Hace años, y en consonancia directa con esto, me atreví a poner en relación una parte del campo léxico de Brines -penumbra, sombra, oscuro, ensombrecer- con la pintura de Rembrandt -en la que la realidad del individuo se disuelve en un bulto que se hunde "hacia dentro, hacia su no ser"- y con la de Velázquez en la que, al evitar el bulto "no convierte el cuadro en un plano, sino en un hueco", porque, como advierte Ortega, "el Mundo no es un bulto, sino un hueco - un hueco dentro del cual hay bultos" que, "al hallarse [...] en aquel participan en su oquedad". El primer Brines insiste en un tono - el gris -; en una palabra: sombra; y en un tiempo verbal: el presente actualizador que aglutina, en él, los tres distintos planos temporales y, de acuerdo con ello, el yo se objetiva tanto como se despersonaliza en un proceso de claroscuro, similar al de la pintura mencionada, y coherente y acorde con la acción de difumino que el paso del tiempo extiende sobre el yo.
Se ha dicho que la tradición de la que parte Brines es la de Manrique, y la de los poetas metafísicos del Siglo de Oro español: Aldana, Medrano, Fernández de Andrada y Quevedo. Y es que Brines -como ya ha sido apuntado al establecer su posible relación con los dos maestros de la pintura antes citados- parte del pensamiento de la muerte, que la lectura de Séneca había hecho llegar a Rembrandt y al Barroco europeo y español. Gebhardt ha afirmado que el Barroco "es el arte de lo pasajero", porque en él "el espectador no se halla ante un hecho consumado, sino que toma parte, como por acaso, en un acontecimiento": en un azar. ¿No es una postura del espectador ante el arte Barroco la que determina la instancia del discurso de Brines? ¿No ha titulado éste su obra Ensayo de una despedida? ¿No hay en ella un extranjero, tan peregrino como el de Góngora y el de Angelus Silesius, un viajero de sí mismo, que ve personas, paisajes y países como si fueran continuos adioses a y de su yo? La filiación barroca de Brines está patente en esto: en su vivencia y su visión del tiempo, en su tratamiento de la anécdota y en su idea de la narratividad. Materia narrativa inexacta titulará Brines el segundo movimiento de sus libros, y "la singular e irrepetible realidad de los instantes únicos vividos" constituirá el tejido de Palabras a la oscuridad. Según él,
El hombre es esta carne marchita y negra
una débil razón
y un sentimiento frágil
Si existe Dios asumirá el fracaso;
y "Los hombres sólo existen para ser contemplados por la mirada blanca de la luz". La visualización de lo concreto es el medio por el que Brines objetiva y refuerza las distintas frases de su proceso de simbolización. Lo característico de su escritura es que cada símbolo consista, más que en un concepto abstracto, en una visualización. En esto hay una herencia ignaciana, producto tal vez de su educación en los jesuitas, y no sería difícil rastrear en ello la huella de la sesión XXV del Concilio de Trento y el punto 121 de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio. Brines -y éste es uno de sus máximos logros- se desvía de la norma ignaciana al invertir tanto el sentido como el significado de la interpretación plástica del mundo y al sustituirlas por un nihilismo transcendente, que des-sacraliza lo referido para historizar lo emocional. En Brines el yo es una manifestación del tiempo, pero el tiempo no es una epifanía de Dios. Para Brines, antítesis de Nicolás de Cusa, el hombre no participa del eterno instante de Dios, sino del eterno instante de la nada.
Para Brines el único instante perfecto es el del amor. Si en Las Brasas Brines contraponía la monocromía del hombre a la policromía de la naturaleza, en Palabras a la oscuridad descubre el silencio del sol: se inicia así el ejercicio de una poesía de pensamiento, basada en lo que Dionisio Cañas ha definido como "mirada crepuscular" y Brines mismo ha descrito como "la mirada del que perdió la dicha"; una mirada que intenta conciliar
la carne con la sombra,
el sueño con la nada
pero que sabe -como dirá en Aún no-
que no hay merecimiento en el nacer
y nada justifica nuestra muerte.
Palabras en la oscuridad es, todo él, una hipertematización del tiempo; Aún no es, en cambio, un libro irónico, satírico y moral. ¿Por qué este cambio? Creo que por un principio de unidad: Brines es, sobre todo, un poeta elegíaco, y todo poeta elegíaco es, y a la vez, un poeta metafísico y un poeta moral. Aún no supone, pues, un lógico desarrollo de su obra, como Insistencias en Luzbel supone una investigación gnoseológica, una desesperación metafísica y una atroz y despiadada reflexión epistemológica sobre las formas y los contenidos que -por uso, convención o norma- consideramos casi como verdad. Insistencias en Luzbel cumple, en la obra de Brines, la misma función que Materia narrativa inexacta: formalizar lo que José Olivio Jiménez considera "situaciones conflictivas del autor". Materia narrativa inexacta abría el paso a Palabras a la oscuridad, como Insistencias en Luzbel conduce a El otoño de las rosas, en el que
hay un calor de vida ya gastada,
la aceptación del mal o la alegría,
un secreto entusiasmo de haber sido
y la certidumbre de sabernos ante un libro mayor: ante una de las cumbres de la poesía española de todo el Siglo XX; ante un libro unitario que transcurre con entera y absoluta naturalidad, que emociona y conmueve y que alcanza el difícil nivel de lo clásico, visible en poemas como "Los veranos", "El más hermoso territorio" o "Desde Basai y el mar de Oliva", de los que el lector no quiere irse y a los que todo lector suele volver.
Brines ha hablado de la función sagrada del acto poético y se ha referido a una poesía -preferida la llama- que "más que de conocimiento, es de salvación"; que "intenta revivir la pasión de la vida" y "traer de nuevo a la experiencia lo que, por estar vivo, ha condenado el tiempo". Poeta del tiempo y del conocimiento, en sus primeros libros, lo es, en los dos últimos, -y, de modo muy claro, en Última costa- del misterio y de su extraña presencia y sensación: la de "La tarde imaginada" o la del poema que le da título y que le pone fin.
La poesía de Brines aspira a lo que enseña. Y esto que enseña es aprender a vivir mejor. Sucede en ella lo que Brines reconoce en la de Cernuda: que lo que allí se expresa es la experiencia de la vida concretizada, analizada, sintetizada y realizada en el acto de intensidad, que es el poema, cuya función no es otra que hacernos llegar, a la vez, la vida profunda y la afirmación vital. Brines -que se ha mostrado siempre "absolutamente contrario a las tendencias reductoras del arte" ha escrito que la poesía es "la palabra significando en libertad", porque nos "hace poseedores del mundo". Para Brines el espacio del mundo está simbolizado en un lugar concreto - Elca - que representa también la inocencia y la infancia, porque encarna la existencia sin tiempo y la pureza entendida como ausencia de culpabilidad. Elca - escribe Brines - "Es un término del campo de Oliva, el pueblo en donde nací. Se trata de una casa, blanca y grande, situada en un ámbito celeste de purísimo azul, y rodeada de la perenne juventud de los naranjos. Domina desde una ladera, sin altivez, un ancho valle, abierto al mar, y mira la agrupada y densa sucesión de unas desnudas montañas que se hacen de plata antes de llegar al solemne Montgó". En Elca afirma Brines haber experimentado la continuidad de todas sus edades, gozado de la suave y cálida protección familiar" y descubierto la realidad de su persona física y poemática. En Elca también ha asistido Brines a algo que su poesía de un modo u otro, siempre retomará: la tragedia del tiempo y, con ella, el sentimiento de la pérdida del mundo. Lo que no le impedirá decir: Allí donde he vivido he gozado del mundo. Y ese oscuro y luminoso gozo es el que su poesía comunica al lector: una emoción del yo, que es una emoción del tiempo. Porque el yo de Brines - aun siendo el suyo propio- es siempre un yo plural: un yo coral, en el que habla él, pero nos sentimos hablar todos y cada uno de nosotros.
He intentado describir, más que explicar, los temas y las claves de su obra y, en concreto, dos rasgos distintivos de la misma: la coherencia de su fundamentado pensamiento y su profunda e íntima unidad. La escritura de Brines discurre sobre la experiencia vital, pero se apoya en una sólida estructura filosófica. Francisco José Martín dedicó todo un libro a demostrarlo: su idea del desvelamiento y su teoría del Aún no son -y por completo- de cuño y raíz heideggerianos, como su crítica de los valores y sus análisis y reflexión sobre el lenguaje parten de Nietzsche y de Wittgenstein. De Azorín procede su sentimiento del paisaje y su emoción del tiempo; su colorido entronca con el impresionismo del primer Juan Ramón, que él desarrolla; como su concepto y práctica del símbolo remiten a Machado, y su sentimiento trágico a Unamuno, aunque en Brines éste se verá neutralizado por el vitalismo de Ortega y el magisterio ético y estético de Cernuda, cuyo rescate se debe, sobre todo, a Brines y a su generación: la del medio siglo, la del cincuenta, denominada también -y significativamente- "generación Rodríguez-Brines" por el hispanista Philip Silver. Dentro de ella ocupa Brines un espacio por completo propio. Con Claudio Rodríguez y José Ángel Valente salvó a la poesía del estrecho y limitado tematismo impuesto por la mal llamada "poesía social"; fue uno de los primeros que transitó las sendas del culturalismo, conciliándolas con la más exigente praxis de la autobiografía poemática; reimpuso el epigrama, no desdeñó la metapoesía y es el más alto poeta de su tiempo en dos manifestaciones de la lírica en -y por- las que su seguro magisterio siempre se le reconocerá: la reformulación de la elegía y un nuevo concepto del poema anecdótico, narrativo y moral. Por si esto fuera poco, Brines ha sido -y es- un prosista ejemplar y un crítico excelente: ahí están para corroborarlo sus escritos de arte, sus crónicas de fútbol y de toros y la serie de ensayos dedicados a analizar la obra de poetas como Salinas, Gerardo Diego, Lorca, Gastón Baquero, Vicent Andrés Estellés, Juan Gil-Albert, José Hierro, Vicente Gaos o Carlos Bousoño. En ellos queda patente la extrema calidad -y la manifiesta generosidad- del atento y curioso lector que Brines siempre ha sido.
La Universidad Politécnica de Valencia nombra hoy doctor honoris causa a uno de nuestros máximos poetas: a un poeta que resume en él la tradición y que la reconvierte y reactualiza en lo que la tradición siempre es: modernidad. Un poeta, reconocido y admirado por las generaciones anteriores a él, por la suya propia y por todas las siguientes; un poeta que Carlos Barral supo definir como lo que es: un clásico viviente, un poeta, pues, cuya obra nos emociona, nos ilumina y nos acompaña; un poeta que nos ayuda en el más difícil de todos los empeños: en ese extraño oficio que llamamos vivir.
Jaime Siles
Excmo. y Magnifico Rector,
Autoridades y representaciones,
Claustro de la Universidad, profesores, alumnos,
Señoras y señores:
La Universidad Politécnica de Valencia se honra hoy acogiendo en el seno de la familia académica al más importante poeta vivo de nuestra tierra. Desde este 4 de octubre, Francisco Brines honra a esta Universidad con la vinculación de su nombre al listado brillante de sus doctores honoris causa.
Lo homenajeamos a él, como se merece quien pasó por las aulas de las universidades de Deusto o de Salamanca, no sólo gustosamente sometido a la disciplina del estudio en materias diversas como la economía, el derecho, la filología o la historia, sino urgido por la curiosidad que lo ha acompañado siempre, motivado por el placer del conocimiento, entregado al rigor con que analiza la historia, el arte y, sobre todo la literatura, y provisto de la lucidez y la independencia de criterio que ha informado lo mismo su tarea intelectual que su vida. Pero con ser todo eso importante, lo es más, y sobre todo, la dimensión creadora de su poesía, la voz personal que ha ido construyendo desde el amor a la vida y la consciencia de su transito, desde la elegía y la exaltación a un tiempo, siempre empeñado en una vigorosa meditación que no se ha esforzado en buscar su originalidad sino que ha hallado la originalidad desde una honesta evolución de esa misma voz. Y entre las muy singulares voces de una de las más espléndidas generaciones poéticas españolas, la del 50, a la que se adscriben Jaime Gil de Biedma, José Angel Valente, Angel González, José Manuel Caballero Bonald y Claudio Rodriguez, su fraternal amigo (se llegó a hablar de la generación Rodríguez-Brines) la voz inconfundible del poeta de Oliva ha resaltado por su tono meditativo y la fidelidad a una concreta visión del mundo. Una poesía en la que la luz de esta tierra y su paisaje no han estado ausentes ni han sido un mero escenario, sino una consecuencia más del vivir que entraña la poesía de nuestro doctorando. Por eso ha regresado a Elca, en Oliva, a la casa familiar, que es el territorio de una infancia que bulle en la poesía de Brines, como quien vuelve a su patria, esa patria que para Rilke era la infancia y que quizá también lo sea para nuestro poeta. En justicia, Oliva lo ha designado su hijo predilecto, vecino ahora en aquella casa solariega del XIX, rodeada de naranjos, donde crece la obra del poeta, despierta su mirada fecunda, con el recuerdo permanente de lo que fue el amor.
Y para subrayar la alegría con que esta Universidad Politécnica recibe hoy a Brines, y se honra ella honrándolo, lo hacemos en el marco del acto académico por excelencia que es la apertura del curso 2001-2002. Personalmente, me alegro de que a la solemnidad académica de la apertura de curso se una la celebración de que desde este 4 de octubre el nombre de Francisco Brines quede vinculado a esta Universidad. Como me alegro de la casualidad de que él lleve el nombre del santo de hoy. Un día me comentó Brines que san Francisco podría ser perfectamente el patrono de los poetas, hombre de la naturaleza como fue. No sé si los poetas son siempre gente tan sencilla y bondadosa como Francisco de Asís, ni si necesitan patrono, pero el modelo no es malo. En cualquier caso, la casualidad nos permite felicitarlo también por su onomástica en el ambiente familiar de la comunidad académica.
Pero, anécdotas aparte, es tan justificado y tan merecido este doctorado, nos enriquece de tal modo la vinculación de una sensibilidad como la de Brines a una Universidad tan moderna como la nuestra, que para nadie sería una dificultad la tarea de presentarlo, y no lo es para mí. Por el contrario, agradezco el honor de poder hacerlo ahora, con modestia pero con gran satisfacción, la satisfacción que los actos de justicia producen a todos los que lo protagonizan.
Y para tener claro ante qué creador nos encontramos, nada mejor que las palabras de uno de los más notables poetas jóvenes valencianos de ahora mismo, Carlos Marzal, cercano a él en la poesía y en la amistad. Dice Marzal: "Gracias a su pereza laboriosa de buen orfebre, Brines ha sabido llevar a cabo, con exactitud verbal y con profundidad de conocimiento acerca de la condición humana, el número ilimitado de poemas que a un autor le son concedidos por el azar. Ha sabido escribir cuando se le imponían las palabras, y callarse, para esperar alerta cuando era necesario. Por eso ha logrado, sin alboroto, sin tumultos, una obra ejemplar que deja en sus lectores la impresión de la justa medida: rica, pero sin caídas de tono, concentrada, pero suficiente. Esa justeza que es justicia para con sus lectores tiene su equivalente también en el hallazgo de la distancia justa en el establecimiento del lugar donde nos habla, una de las más trabajosas conquistas para un escritor. Un paraje tan próximo como enigmático, tan al oído como de ultratumba, lo suficientemente íntimo como para que sepamos que se dirige a nosotros en especial, y lo necesariamente alejado como para no caer en los patetismos sentimentales. Con esa exactitud de la voz, que es un don verdadero, Brines se ha situado con respecto a la realidad, ha pensado el mundo y ha escrito una de las cumbres de la poesía en español del siglo XX. El resultado de esa mirada y de ese pensamiento consiste en unos centenares de poemas que combinan con tanta eficacia la fría lucidez atónita y la pureza del canto apasionado por la vida más plena que robamos a la misma vida, sus adeptos nos encontramos con la auténtica recompensa de la poesía: ese alegre desconsuelo que nos hace amar el mundo con una tranquila desesperación. Porque alguien, un poeta, lo ha amado de la misma forma y nos ha transmitido el testimonio de su paso por este extraño lugar. Eso es lo que significa dar cumplimiento a una vida en las palabras. Cuando ocurre, nos embarga un secreto agradecimiento jubiloso por quien lo ha conseguido, y nos felicitamos por poder acompañarlo modestamente en su aventura.
Es imposible, en pocas palabras, ofrecer una descripción tan exacta del valor de la obra de Brines y de sus logros. Pero en esa aventura poética y vital de la que Marzal habla queremos acompañarlo hoy en esta Universidad, también modestamente, con esta investidura de doctor honoris causa. Y para cumplir con formalidad este encargo que la Universidad me encomienda y que tanto me honra, creo que es obligado asomarse a la biografía de Brines. Y es preciso mentar su obra: recordar que en 1960 publicó Las Brasas y recibió por ese primer libro el Premio Adonais de Poesía. O que en 1965 publicó unos poemas histórico-narrativos bajo el título de Materia narrativa inexacta. No olvidar decir que en 1966 su libro reflexivo Palabras a la oscuridad obtuvo el Premio de la Crítica. Ni que en 1971 escribió Aún no, un libro que abriría caminos nuevos que conducen a una visión metafísica que plasma con maestría en su libro Insistencias en Luzbel, de 1977. Subrayaré en este itinerario biográfico la publicación en 1986 de El otoño de las rosas, Premio Nacional de Poesía, y de La última costa, en 1995, por el que obtuvo el Premio Fastenrath de la Real Academia, institución de la que ya es miembro electo. Pero fue en el 99 cuando se publicó su obra poética completa. Y esta publicación dio pie a la concesión del Premio Nacional de las Letras Españolas con el que el Ministerio de Cultura reconocía toda su trayectoria. Ya antes, había recibido el premio de las Letras Valencianas o el Pablo Iglesias.
Sin embargo, la nota biográfica urgente, la que da noticia de lo que ha hecho y por qué está hoy aquí para recibir los atributos del doctorado honoris causa, si bien nos remite a lo fundamental, la obra, cuya lectura será siempre el mejor homenaje al poeta y nuestro mejor provecho, no habla de la influencia cierta de Brines en la mejor poesía joven de nuestro tiempo, ni de otro aspecto, que en el ámbito de la Universidad, entre jóvenes alumnos y alumnas y junto a los docentes, tiene una especial significación: su atento seguimiento de la poesía nueva, su apoyo a los más jóvenes, esa generosidad con todos, pero especialmente con los que empiezan, que ha subrayado el poeta valenciano Vicente Gallego. Para Gallego hay dos características que definen a Brines "la curiosidad y la generosidad; una curiosidad que le lleva a interesarse por esa aventura que es la vida en todas sus vertientes, de la más estrictamente intelectual hasta la más estrictamente humana, y que le ha llevado a convertirse por conocimientos y por apoyo, por afecto, en un verdadero maestro de la más joven generación de poetas". Y esta Universidad desea hoy lo que no es necesario desear porque forma parte del modo de ser de quien reconocemos como maestro: que siga siendo un estímulo para los jóvenes artistas, ya sean poetas, literatos, músicos, pintores, escultores, arquitectos. Lo necesitamos con nosotros para escuchar sus sabias charlas, para acercarnos a la poesía a través de la suya, para aprender en su cercanía a imbuirnos de la curiosidad plural de Brines, tan universitario en el sentido más esencial, en el sentido más puro y más noble de lo que representa esta institución. Y la idea del hombre plural que es la comentaba en "El País", el novelista Fernando Delgado, a propósito del ingreso de Brines en la Academia: subrayaba el sentido del humor, el vitalismo de Brines, bromeaba sobre su atención a los avances de la ciencia para llegar a cumplir más de cien años vivito y coleando y decía que es un conversador que escucha atento - valor tan apreciable en este tiempo nuestro - y pierde el sentido del tiempo a la hora de hablar de todo lo que pasa. "No escapan a su pericia - decía Delgado - ni el fútbol ni el boxeo, ni el atletismo ni los toros. Tampoco las artes plásticas. Acompañarle a visitar un museo o una exposición es una enriquecedora experiencia, aunque suponga el riesgo de ser desalojados por el bedel para cerrar la sala. Su capacidad para reflexionar sobre obras tan distintas como la de Julio López Hernández o la de Carmen Calvo dan idea del analista del arte que nos hemos perdido por su propia modestia o por pereza. Y si a sus ensayos literarios nos referimos, basta con asomarse al nutrido volumen editado por Pretextos - una editorial valenciana que constituye un ejemplo de rigor y de buen gusto que nos enorgullece- para confirmar que en la Academia va a sentarse un ensayista original y lúcido. Eso sí, quien se asome a ese libro desconocerá los centenares de fichas preparadas para cualquier prólogo, ya extenso, que duermen en sus cajones sin haber dado lugar aún a otros libros pendientes". Y acaba Delgado: " sus compañeros de Academia van a tratar, sobre todo, con un hombre - humilde con verdadera naturalidad, negado a cualquier afectación - que comparte conocimientos con la discreta sabiduría del que ha dedicado su vida a hacer de la palabra vida. Recatado, pudoroso, mesurado, tan quedo en la voz como en la actitud, ha ido trabajando la palabra exacta para expresar la emoción de una experiencia de vida agradecida".
Ese es el hombre, queridos amigos, que hoy inviste esta Universidad como doctor honoris causa. Un título, un honor que Brines agradece. Pero en ningún caso un estímulo, porque Brines no lo necesita: la vanidad de los premios y los honores no es nunca en él motor para su compromiso de vida con la poesía, que es él más alto don que posee y es su más gozosa compensación en la vida.
Así pues, considerados y expuestos todos estos hechos dignísimas autoridades y claustrales solicito con toda consideración y encarecidamente ruego que se otorgue y confiera al excelentísimo señor D. Francisco Brines, el supremo grado de Doctor Honoris causa por la Universidad Politécnica de Valencia.
Muchas Gracias.
Pilar Roig
Valencia, 4 octubre 2001