Doctor Honoris Causa por la Universidad Politécnica de Valencia. Investido el 4 de octubre de 1994
Hay honores que abruman y honores que complacen. Honor es, y no pequeño, el que me ha otorgado la Universidad Politécnica de Valencia, pidiéndome que en su nombre exponga los méritos de Cardenal Enrique y Tarancón para ser nombrado Doctor "Honoris Causa" de su claustro; honor complaciente, además, porque me brinda la ocasión de expresar en público, y hasta con cierta resonante solemnidad, la gratitud que tantísimos españoles debemos a este nuevo doctor. De la Iglesia ha recibido, como sacerdote, las máximas distinciones que la Iglesia puede conceder. De la sociedad española, dos veo en primer término: la que hoy se celebra y la que hace veinticinco años tuvo lugar en Madrid, cuando la Real Academia Española, por votación unánime, le incluyó entre sus miembros de número. Para mi suerte, en las dos he podido tener alguna parte.
Sin otro mérito que el de ser universitario viejo y reviejo todavía activo, permitidme que con la brevedad del caso exponga a mi modo la razón y sentido del acto que hoy celebramos: la investidura del Cardenal Enrique y Tarancón como Doctor "Honoris Causa" de una universidad española. Quiero hacerlo mostrando la existencia de un riguroso paralelismo entre lo más esencial de la Universidad, en tanto que institución consagrada al saber, y las líneas rectoras de la obra de este nuevo doctor, en tanto que hombre de Iglesia.
Como enseñante y promotora del saber, la Universidad debe cumplir su misión según el triple imperativo que expresan estos tres términos: tradición, actualización e innovación.
Hasta cuando es más revolucionario, hasta cuanto, como ahora es tópico decir, consiste en el enunciado de un nuevo paradigma, todo saber parte de lo que hasta entonces se sabía. Para oponerse a la Física de Aristóteles, de ella tuvieron que partir Galileo y Newton. Consecuencia: para enseñar a sus alumnos en qué consistía la novedad que Galileo y Newton aportaron al saber físico, el profesor universitario de los siglos XVIII y XIX necesariamente tenía que enseñar lo que Aristóteles había ensañado. En términos generales: para ser responsablemente revolucionario, hay que conocer con seriedad aquello respecto de lo cual se es revolucionario. Hay que heredar, pues, hasta lo que ya no tiene vigencia; tanto más, ocioso es decirlo, cuando lo que se enseña no la ha perdido. Tal es el secreto sentido de una sutil paradoja orsiana: "Lo que no es tradición es plagio". Porque, etimológicamente, tradición es transmisión. En el caso de la enseñanza universitaria, transmisión de todo lo necesario para bien entender lo que se enseña.
Lo cual lleva implícitamente consigo el cumplimiento del segundo de los términos que antes enuncié: la actualización. Hay vigencias históricas -en vigor, todas, incluso las más obvias- que deben ser actualizadas. Es muy probable, no lo sé, que muchos de los principios de la arquitectura de Vitruvio conserven todavía su vigencia; pero sólo actualizando tales principios podrían ser enseñados en las Facultades de Arquitectura de nuestros días. Y aunque la validez científica sea para nosotros más inmediata y firme, no menos de ser aplicada esa regla a la teoría física de la relatividad o la teoría biológica de la selección natural.
Corona de esos dos imperativos -tradición, actualización- es el tocante a la innovación. Con indudable acierto, Schleiermacher distinguió tres niveles en la difusión social del saber: la Escuela, en la cual se enseña y no se investiga; la Universidad, en la que se enseña y se investiga, y la Academia, en la cual, aunque no se enseña ni se investiga, los sabios se reúnen para comunicarse sus descubrimientos y sus ideas. La Universidad enseña e investiga; transmite saberes antiguos y actuales y -en la medida que sea- conquista saberes nuevos y los entrega a la sociedad en que existe y a la que sirve. En suma: da al pasado lo que el pasado merece, sirve al presente conforme a lo que el presente exige y ofrece al futuro algo por lo cual, al hacerse presente, podrá ser eficazmente actual.
Tradición, actualización, innovación. Mirada con perspectiva histórica y la vida del Cardenal Enrique y Tarancón, ¿no son estas, me pregunto, las líneas cardinales de su obra eclesial y española? Así lo pienso y así lo pensarán cuantos con información correcta y buena voluntad contemplen esa vida y esa obra.
Tradición; servidumbre a la tradición. En un buen sacerdote, y más en un buen cardenal, nada más obvio. Doctrinal y jurídicamente, la Iglesia existe y actúa -más precisamente: debe existir y actuar- heredando y transmitiendo la enseñanza del Evangelio y todo lo realmente valioso y heredable que a lo largo de los siglos hayan aportado la sucesiva elaboración y la sucesiva exigencia de esa enseñanza. Tarea tan ineludible como ardua, porque la recepción de ese legado no es siempre fácil discurrir lo verdaderamente esencial y lo perennemente valioso de lo que en tal o cual ocasión histórica haya podido parecer adecuado y útil. La publicación del Syllabur ¿pudo ser adecuada y útil en 1864? No lo creo. Pero aún admitiendo que entonces lo fuese ¿qué católico, sacerdote o seglar, podría considerar hoy digno de herencia ese discutible y discutido documento? Pues bien: ateniéndose a lo evangélica y eclesialmente más esencial -predicando y practicando "el reinado de la honradez, la sinceridad, la justicia y la caridad", decía el primero de sus documentos pastorales-, según ese modo de entender la tradición cristiana ha sido tradicional la obra del sacerdote que esta Universidad Politécnica hace hoy Doctor "Honoris Causa".
Lo cual equivale a decir que, como sacerdote y como obispo, el cardenal Enrique y Tarancón ha sido, ya antes del Concilio Vaticano II, y del modo más resuelto después de tan decisivo evento, eficaz actualizador del mensaje cristiano. Desde que en la sociedad secular de Europa prevalecieron la secularización y el pluralismo religioso e ideológico, la Iglesia Católica venía necesitando, cada siglo con mayor urgencia, un profundo aggiornamento, para decirlo con la palabra italiana que se hizo tópica. Mucho más en España, cuyo tradicional catolicismo tantos caducas reliquias de tiempos ya irrevocablemente pasados llevaba en su seno y en su proyección social. No, no era fácil ser aggiornanto, actualizador, en la católica España de 1945, año en que el futuro Cardenal fue preconizado obispo de Solsona, y todavía menos, para un sacerdote que, con cuantas reservas íntimas se quiera, figuraba entre los vencedores de la todavía reciente guerra civil. Pero desde entonces, primero predicando y promoviendo la reconciliación, dentro de su diócesis, entre los vencedores y los vencidos, luego predicando y practicando el modo de ser cristiano que el Concilio Vaticano II urbi et orbi había de proclamar: una religiosidad doctrinal y socialmente abierta a la realidad del mundo moderno, actualizadora, por tanto, de lo más verdaderamente esencial del mensaje evangélico y la tradición cristiana. En la medida en que el catolicismo español haya hecho suyo este legado del obispo Enrique y Tarancón, en esa medida le debemos agradecimiento, católicos o no, todos los españoles.
Y con la tradición y la actualización así entendidas -como en el caso de la Universidad-, la innovación, la creación de hábitos capaces de hacer deseable el futuro. Pienso en el de España, en el destino de este fragmentito de la humanidad a la que desde hace siglos venimos dando ese nombre, y más veces de las que quisiera, debo confesarlo, con cierto sobresalto. Cualesquiera que sean sus vicisitudes políticas, la España que comienza hoy mismo, ¿sabrá realizar cultural y socialmente el innovador ideal de pluralidad concorde que a cristianos y no cristianos desde hace medio siglo, cada vez con mayor explicitud, con lúcida y prudende osadía ha venido proponiendo el sacerdote español y valenciano -"soy español valenciano" decía de sí mismo el gran pintor José Ribera- llamado Vicente Enrique y Tarancón? El tiempo lo dirá. Mal para España, si la respuesta del tiempo a esa menesterosa interrogación no es la deseable y deseada.
Me he propuesto, recordadlo, mostrar a grandes rasgos la existencia de un secreto paralelismo entre lo que como enseñante debe hacer la Universidad y lo que como pastor de la Iglesia ha dicho y hecho el cardenal Enrique y Tarancón, desde muchos años antes de serlo. Decidme ahora si no reúne méritos más que sobrados para ser Doctor "Honoris Causa" de una universidad civil y española. Y puesto que vuestra opinión, estoy seguro, tiene que ser la que esos méritos exigen, permitidme que, adelantándome al rito de la solemne investidura de que vamos a ser testigos, termine mi intervención con un deseo expresado a la antigua usanza: Vivat et in senectute floreat Cardinalis Vincentius Enrique y Tarancón, novus doctor valentinae Politechnicae universitatis.