Doctor Honoris Causa por la Universidad Politécnica de Valencia. Investido el 4 de octubre de 2001
DISCURSO DEL EXCMO. SR. D. FRANCISCO BRINES DOCTOR HONORIS CAUSA POR LA UNIVERSIDAD POLITÉCNICA DE VALENCIA
Valencia, 4 de octubre 2001
Excelentísimo y Magnífico Rector de la Universidad Politécnica de Valencia, Dignísimas Autoridades, Señores claustrales, señoras y señores:
Hoy me corresponde el honor de ser señalado con el más alto reconocimiento que puede otorgar esta Universidad, tan joven y ya con tanta historia, y colmada de útil sabiduría. Lo recibo con sincera humildad, pues no me considero personalmente con tan señalados méritos, aunque sí me siento un leal servidor emocionado de quien sí ingresa en este Claustro universitario con pie firme y agradecida sonrisa, la vieja y siempre joven matrona, la Poesía. Ella ha acompañado el transcurso de la Humanidad, a través de la historia, con las más esclarecidas palabras, y lo ha hecho en todas las lenguas sin excepción, vivas y ya muertas, para depositar consuelo y conocimiento en el silencio emocionado de los hombres.
He hablado de humildad en esta recepción, y debo añadir de inmediato la palabra sorpresa, pues no es ésta una Universidad humanística, más idónea para señalar entre los suyos a un escritor, sino técnica. Y es ésta última consideración la que más me ha animado a vencer mis dubitativos escrúpulos para aceptar el alto honor que se me concede.
Con una visión de gran calado y clarividencia hay en esta Universidad, y junto a los departamentos más estrictamente científicos y tecnológicos, uno de Bellas Artes, de cuya mano amiga han ingresado ya en este variado y dignísimo Claustro compositores y grandes cantantes, artistas plásticos, críticos y escritores. Y también como era de esperar, restauradores del arte; es decir, sus sanadores. Y tengo muy presentes a los grandes arquitectos que su propio departamento ha llevado a su seno. Me abruma y gratifica tan alta compañía. Gracias.
La inserción de esta Universidad en la sociedad valenciana es profunda y amplia, tanto desde la vertiente teórica como práctica, y abierta a un ensanchamiento de intereses conjuntos. Se ha pensado en mí, quiero sospechar, porque se ha creído en la significación que puede tener la poesía en la sana respiración de esa sociedad, a la que por nacimiento y voluntad yo pertenezco. Las manifestaciones del espíritu, se piensa desde aquí, y se piensa bien, deben acompañar la vida más plena de los ciudadanos, al menos del mayor número posible de ellos.
Vivo, en Oliva, ante un bello paisaje que siempre he amado y que ha ido cambiando con mi propio suceder. El valle que se extiende con permanencia ante mis ojos era, de niño, secano de olivares, almendros y algarrobos y después lo fue de naranjos, de azahar. Debo decir que no hay mirada tan fascinante y seducida como la del niño. Ese cambio ha llevado, entre otras cosas, a una variación de mis recorridos, pues nadie cruza paseando por medio de un huerto de mandarinos, pero sí se detiene a gozar de un espacio y un ámbito de luz distinto dentro de un huerto de almendros, y en tarde de viento asiste mágicamente a la variación del color del paisaje, pues los olivares agrupados transforman su verdor en una ola de plata. Con la ausencia de aquella luz cobijada y seca se ha perdido también, en buena parte, la fauna propia de aquel viejo paisaje, y no ha sido reemplazada. ¿O acaso la que no ha sido reemplazada ha sido la mirada inauguradora del niño?
Estos cambios, en una geografía idéntica en sus desnudas cordilleras y sus mutables cielos, los han ocasionado, en su mayor parte, los avances en el área de los estudios agronómicos, la aparición de nuevos agrupamientos urbanos, el progreso de la ingeniería en la construcción de autopistas, o ese alumbrado feraz en la costa que se alarga hasta la lejana Denia, una costa que, a ras de suelo y junto a la fosquedad anulada del mar, compite fascinante con las luces eternas del firmamento, que tanto supieron emocionar la mirada temblorosa del niño, el asombrado ante el misterio. Cambios que se originan, para bien o para mal, en los avances del conocimiento científico y tecnológico, que tienen lugar a menudo en centros como el que hoy nos cobija, y que en la contemplación del ciudadano se deberá acompañar, dándoles nueva belleza y a veces redención, unos sonidos musicales referidos a él, de una interpretación plástica y personal que se hará de todos o de unas palabras, en prosa o ritmadas, que se unirán indelebles, llenándolas de aliento espiritual, a las transformaciones sucedidas. La técnica debe avanzar vigilada por una amorosa y educada sensibilidad, que al mismo tiempo se transforma en una ética salvadora. Técnica y estética dando robusta firmeza a una siempre necesaria ética. Y que sobre este nuevo paisaje se pasee la mirada de los nuevos niños de hoy, y así lo hagan feliz y legendario y que, desde el amor, perdida ya su naturaleza divina, asistan vigilantes a los nuevos cambios que se puedan suceder.
Es bien sabido que los galardones, por desgracia, no mejoran en nada los textos escritos, pero es también sabido que el escritor vive en la incertidumbre del valor de su tarea, y sólo el asentimiento ajeno es la débil prueba de su deseado acierto, y es ése el estímulo del que está necesitado. Así ha actuado en mí esta concesión, confirmándome en algo que hace ya un tiempo me acompaña: mi destino lo he cifrado en mi condición de poeta.
La experiencia de la creación la tuve muy tempranamente, en la iniciación de la adolescencia, y ocasionó en mí el asombro de algo completamente inusitado. Acostumbraba a responder, desde el estudio, a las preguntas que se me formulaban en las aulas, o a definir lo que sabía no por estudiado sino por vivido: por ejemplo, qué diferenciaba el sentimiento de la amistad y el familiar, o qué preferencias ocasionaba la vida junto al mar o en el monte. Ambas comunes experiencias me enseñaban a ejercitar la memoria y el entendimiento, lo que es lo mismo, el pensamiento. La experiencia de la creación escrita se me presentó absolutamente diferente y percibí que me sobrepasaba: el resultado de aquellas palabras, no importa que torpísimas, fue para mí deslumbrante, pues tuve la sensación de haber creado una nueva realidad que desde la inexistencia cobraba presencia y que me pertenecía tanto como desconocía. Y guardé el secreto no como una vergüenza sino como un placer tan intenso que para algún severo censor hubiese merecido ser prohibido. Sin embargo aquellos textos carecían de voz propia, les faltaba precisamente realidad. Pertenecían a otros, mis poetas queridos, mis poetas traicionados. Nunca, como en aquellos largos años de aprendizaje, viví esa fascinación, y sólo porque, aunque atenuadamente, aún perdura, sigo escribiendo poesía. Yo había sido un niño instalado con felicidad en la vida, y de ese modo contemplaba la realidad del mundo; y desde entonces empecé a amar también mi propia y desconocida realidad.
Así me he situado siempre ante el papel en blanco, con desvalida ignorancia, y con el deseo de que al desvelar en palabras el bulto emocional que impulsaba a la escritura se me revelase algo que, siendo ignorado, me perteneciera con claridad al darse a conocer. He ido descubriendo en tan numerosos espejos mi propio rostro, nunca igual, y distinto siempre al que se reflejaba en el espejo cotidiano de mi cuarto. Descifré allí el centro de mi ser, el ocultado, y llegué a descubrir en aquellas palabras mi propia desnortada moral con insólita firmeza. Sin embargo lo más sorprendente era que muchos lectores se asomaban a esos espejos fragmentarios y veían allí su propio rostro, o no ocurría así, pero asentían con la misma emoción a quien ellos no eran. Y es que, al margen de los estrictos contenidos morales que puedan habitar los textos, siempre funciona la fascinante y piadosa moral del arte, que es la que importa más, ya que está inserta en su propia naturaleza. En él, y sucede con especial fuerza en la poesía, el hombre asiste a una experiencia verbal que le sobrepasa, y no pide, como sucede en el ensayo o en la filosofía, que le convenza sino sólo desea ser seducido. Las limitaciones del hombre están entonces dispuestas a borrarse, y esa pequeña porción de humanidad que nos corresponde y en la que estamos instalados, se hace más vasta, y nos enriquecemos a identificarnos, por medio de la emoción estética que de inmediato se transforma en emoción vital, con quien no somos ni seremos nunca, pero a los que hemos asentido con plenitud emocional.
Por un tiempo corto, que se repite en las distintas lecturas, nos hemos identificado mágicamente con el otro, y no es gratuito pensar que de aquel gustoso trance hayamos regresado al menos con una mayor tolerancia. Y así el ateo asiente al trance místico, o el fervoroso creyente a la inquietud del agnóstico, el sobrio al ebrio, el heterosexual al homosexual del mismo modo que éste lo hizo durante siglos con aquél, el muchacho al anciano, el satisfecho al desvalido. No otra ha sido mi experiencia de lector, y no debemos olvidar que todo buen lector construye el poema, lo rehace a partir del texto con sólo su ser completo, el suyo, y al modo del intérprete de una página musical, con el mismo derecho que éste a que se le considere por ello artista. La diferencia es que en uno es perceptible y en los otros invisible. Pero el hecho está ahí. Me interesaba resaltar que el ejercicio de la poesía es siempre activo, sea en la escritura o en la lectura, que actuamos como poetas en ambas acciones, y que el bálsamo con que nos unge su misericordia es el goce estético, que no por ello destierra el conocimiento intenso del dolor, y también esa mejor instalación de nuestra personal y parcial naturaleza en la tolerancia. Continuemos celebrando la vida, desde el cántico o desde la elegía, pues es el don que se nos ha otorgado y al que venimos obligados, no importa que a veces con esfuerzo, a seguir amando mientras ella no nos quiera abandonar.
Francisco Brines
LA FABULOSA ETERNIDAD
Es rosa el monte tras el mudo huerto
del otoño. Los pájaros confunden
ramas, vuelos y trinos; y en el mar
se adormecen las velas solitarias.
Cuelgan de las palmeras los dorados
racimos, y los aires vienen breves
a golpear las ramas del naranjo.
Un aroma de tardíos jazmines
da a mi carne vigor, y juventud.
Los rosales son zarzas y son fuego:
se desnudan de olor. Y son sus flores
sangrientas, blancas, rosas, amarillas.
La casa esplende bajo el sol tardío;
el tiempo es una luz ya muy cansada.
Puntean las estrellas, y algún frío
baja el azul; es hosca la llegada
de los cuervos que baten el pinar.
Aquí, en este lugar, supo mi infancia
que era eterna la vida, y el engaño
da a mis ojos amor. Hoy miro el mundo
como el amante sabe, abandonado,
que quien le desdeñó le merecía.
ALOCUCIÓN PAGANA
A Fernando Ortiz
¿Es que, acaso, estimáis que por creer
en la inmortalidad,
os tendrá que ser dada?
Es obra de la fe, del egoísmo
o la desolación.
Y si existe, no importa no haber creído en ella:
respuestas ignorantes son todas las humanas
si a la muerte interroga.
Seguid con vuestros ritos fastuosos, ofrendas a los dioses,
o grandes monumentos funerarios,
las cálidas plegarias, vuestra esperanza ciega.
O aceptad el vacío que vendrá,
en donde ni siquiera soplará un viento estéril.
Lo que habrá de venir será de todos,
pues no hay merecimiento en el nacer
y nada justifica nuestra muerte.
DESDE BASSAI Y EL MAR DE OLIVA
A José Manuel Blecua
Era en aquel viaje por las tierras dormidas de la Arcadia,
para encontrar el templo en donde floreciera la primera
sonrisa del capitel de acantos (o de rosas),
allí donde la ausencia adusta del cestillo era un canto de
fuego y de cigarras.
Las columnas de piedra sostenían el pájaro y el cielo.
Los pájaros azules, el cielo derribado.
El féretro estival del tiempo destruido. Y todo se perdía y era
eterno.
Yo miraba en tus ojos el mundo que era estable y muy viejo,
y tú sonabas sólo como la juventud.
Y antes vi el mar, en esas horas solas de la siesta,
cuando el sol enloquece su extensa superficie, y brilla en el aire
de oro suspendido
esa frescura eterna que hace dioses muy niños los ojos del que
mira,
cuando llegan veloces y pausadas las velas lejanísimas,
y sólo existe el mar, el cuerpo de una gloria azul e inacabable,
y aquel que lo contempla con ojos escondidos, y la mirada
ardiente:
el muchacho, con un secreto amor también inacabable
de mismo.
LA ÚLTIMA COSTA
Había una barcaza, con personajes torvos,
en la orilla dispuesta. La noche de la tierra,
sepultada.
Y más allá aquel barco, de luces mortecinas,
en donde se apiñaba, con fervor, aunque triste,
un gentío enlutado.
Enfrente, aquella bruma
cerrada bajo un cielo sin firmamento ya.
Y una barca esperando, y otras varadas.
Llegábamos exhaustos, con la carne tirante, algo seca.
Un aire inmóvil, con flecos de humedad,
flotaba en el lugar.
Todo estaba dispuesto.
La niebla, aún más cerrada,
exigía partir. Yo tenía los ojos velados por las lágrimas.
Dispusimos los remos desgastados
y como esclavos, mudos,
empujamos aquellas aguas negras.
Mi madre me miraba, muy fija, desde el barco,
en el viaje aquel de todos a la niebla.