Doctor Honoris Causa por la Universidad Politécnica de Valencia. Investido el 14 de mayo de 1993
Desde que nuestro Magnífico Señor Rector D. Justo Nieto el 16 de julio de 1992, me comunicó mi generosa designación acordada por la Junta de Gobierno de esta Universidad Politécnica de Valencia como Doctor Honoris Causa de la misma, adquirí conmigo mismo el compromiso de elaborar la lección clásica que impone la liturgia universitaria con el para mí gratuito título de "magistral" correspondiendo a la generosidad de la distinción con mención expresa también de incluir la labor efectuada por el Consejo de Cultura de la Ciudad al que también pertenece la Profesora Pilar Roig de esta Universidad a la que quedo vinculado de por vida, ocasión que me permitirá, pensando siempre en un futuro mejor en el que pacificadas las diferencias muchas veces banales, siempre accidentales, en nuestra ciudadanía, la Valencia, siglo XXI que todos debiéramos anhelar por encima de controversias bizantinas que enervan nuestra creatividad.
Así se inició la coordinación de estos apuntes que se integran de lo vivido y lo escrito, lo meditado y aprendido en los libros y sobre todo en el libro de mi vida que ya pudiera situarse en los anaqueles del siglo que termina.
Por ello precisamente he simplificado su título, dando amplitud a la esperanza de un nuevo siglo, que quizá no vea nacer, pero que está detrás de la esquina, consumado ya el que he casi vivido, y en el que se han mudado tantas cosas en la técnica, en la geografía, en el espacio y en todos los saberes del hombre, y que ahora termina, cuando estamos tomando conciencia de nuestra humildad en la Comunidad Europea y la de ella misma, que quizá no supo responder a la culminación de su unidad económica y política, quedando agarrotados los proyectos de su estructura en la Europa de dos voluntades que analizaba recientemente D. Leopoldo Calvo Sotelo.
Sin olvidar que hemos asistido al fin de una época sociopolítica europea, vivida y sufrida en el corazón del siglo que termina: la revolución del proletariado, su triunfo y la instauración de una dictadura ejercida en su nombre y en el del marxismo-leninismo por la "nomenklatura" soviética, que, devorándose a sí misma, perduró durante tres cuartos de siglo.
Europa en el siglo XX también padeció dos guerras sobre su mismo solar y ahora, cuando, redimida de la atadura marxista, la primitiva Comunidad Económica llegaba a la culminación del proceso de unificación económica y política tras los acuerdos de Maastricht, entra en una incierta vía muerta, la de las dos voluntades o de las dos velocidades, que nublan un porvenir que parecía augurar la realidad del sueño que había profetizado Churchill y luego vivieron Schuman, Jean Monnet, Spaak, Adenauer, de Gasperi y Bevin.
Y ahora despierta Europa oyendo en su república yugoslava desfederada, la Bosnia-Herzegovina, el tronar de los cañones, con los graves riesgos que la indecisión colectiva puede comportar y a los que nos han conducido las soberbias de las etnias nacionalistas, surgidas en los países que soportaron el rigor de las tiranías centralistas.
Ante la expectativa del siglo XXI, del nuevo milenio, Valencia tiene mucho que pensar, proyectar, concordar y construir, comenzando por liquidar sus diferencias estériles, las que impiden, por su bizantinismo paralizante, el progreso, la creatividad y el renacer a la cultura.
Es muy poco mi trabajo para la ambiciosa pretensión que entraña, pero otros recogerán la semilla que dejo en el surco, pensando también que el que siembra no es nada, sino Dios quien le da el crecimiento.
Para encontrar las raíces que legitiman nuestra acción, bueno será también que, a vuela pluma, invoquemos nuestra vivencia histórica y así llegar pronto a la cuestión que supone este ambicioso emplazamiento.
Sabido es que el antiguo Reino de Valencia fue creado según la espada y el derecho estatuidos por el Rey Jaime I, que nos dio identidad y Fueros, personalidad y autonomía, todo aquello de lo que fuimos despojados, tras los Decretos de Nueva Planta de Felipe V en 1707.
Casi tres siglos después -275 años transcurridos- hemos recuperado nuestro autogobierno al amparo de la Constitución Española de 1978 en la que tuve buena parte al coordinar su redactado, promocionando siempre la concordia de los constituyentes desde la Presidencia de la Comisión Constitucional y de Libertades Públicas del Congreso de los Diputados, a la que fui promovido con los votos de la Unión de Centro Democrático y del PSOE en 1º de agosto de 1977.
Ahora voy a acometer esta empresa, con la sencillez obligada, estudiando a quienes, como historiadores y como filólogos, me han precedido en el empeño, con la moderación y el convencimiento de que mi trabajo no será el descubrimiento de ninguna tesis nueva -nihil novum sub sole- salvo el atractivo del riesgo y la aventura que la escritura comporta pues, ya se sabe, el que escribe se proscribe.
Mi trabajo no tiene más mérito que el de llevar al obrador común el intento de síntesis de una verdad, la mía, ni sectaria, porque carezco de compromiso condicionante alguno, ni dogmático, ni excluyente, con la ilusión de que entre todos encontremos la mejor verdad, la más compartida, sin abjurar de nada, en el camino de la libertad y de la mutua tolerancia que exigen la consideración y el respeto a la proposición del prójimo, del más próximo, incluso de los de la propia familia en la que por afinidades ideológicas coincidimos y ya sabemos que las heridas que se causan en el roce familiar son las más difíciles de sanar.
Es extremadamente entrañable, íntimamente delicado, escribir sobre uno mismo e igual ocurre cuando escribes sobre tu ciudad, su Reino, tus ancestros, tu lengua, los que constituyeron tus orígenes y con tu espacio vital y tu cultura, pero, al mismo tiempo, compensa con creces el hacerlo, por cuanto repasamos la historia vivida, la que heredamos y la que nosotros hicimos, culminada con la recuperación de nuestra identidad como pueblo, al redactar la Constitución de 1978 y nuestro Estatuto de Autonomía, previos los dictámenes de la Comisión Constitucional del Congreso.
Este es nuestro desafío, que vamos a componer en base de aquello que, día a día, fuimos escribiendo, cual si vendimiáramos la viña junto al camino, uvas agraces o racimos maduros que, en el curso de una ya larga vida, maceraron y el mosto joven convirtióse en el espíritu de un vino añejo, que quisiera compartir con mis conciudadanos con una sola pretensión: la de culminar la posibilidad de una prolongada convivencia en libertad.
Creo que la oportunidad de este ensayo viene determinada también porque nos hallamos ante un momento crucial de nuestra historia política: la inmediatez de unas elecciones generales que van a suponer la culminación transicional del antiguo régimen a la democracia de nuestra Monarquía Parlamentaria.
Los próximos comicios comportarán, ineluctablemente, el fin de la transición, pues, agotada la experiencia de unos años que arrancaron con el triunfo socialista de octubre de 1982, surgirá algo distinto que supere la confrontación que se había generado con cierta quiebra de la convivencia democrática.
El Estado de Derecho constituye salvaguarda urgente, tan urgente como la de concluir el Título VIII de la Constitución, para que quede claro que el orden autonómico constitucional no es un aparato locomotor en tránsito y en constante escalada, sino la estación término de la Organización Territorial del Estado.
Valencia tiene una misión propia tanto en su autonomía como en el orden nacional y ante la nueva Europa, de la que deberá tomar conciencia y tener muy presente en los próximos años, si queremos que sea algo dentro de nuestro futuro como cuando fue Reino, integrada en la Monarquía parlamentaria para el bien común de España, patria una e indivisible.
Por último con mi trabajo quisiera efectuar una aportación positiva para invitar a los valencianos, -a mis conciudadanos, ante los que he ejercido cargos sociales, profesionales y políticos, siempre mediante su solicitada confianza, que me otorgaron con largueza- a que restablezcan con urgencia la cordialidad en el quehacer común, científico y político.
Hay que volver a los buenos modos, renunciar a improperios y descalificaciones, porque todos somos útiles y necesarios en la concurrencia política. La clásica amabilidad en el trato mutuo, la respectiva consideración, receptividad y cortesía, han de sustituir a las tensiones que surgen en los órdenes del saber y del crear, y que singularmente encrespan las posiciones cuando rozan la cuestión lingüística, problema que no tuvimos el acierto de superar nuestras diferencias cuando, a través del preámbulo del Estatuto de Autonomía, se zanjaron cuestiones que enguerraron el proceso autonómico.
Hemos de hacer las paces, resolver cuestiones como estas irresolutas que emponzoñan y se expanden a toda confrontación política, y, sin embargo, es legítima y aún necesaria, si queremos vivir en democracia, pero si oportunamente no se conciertan queda perturbada la convivencia política.
Valga esta consideración, formulada con timidez, pero con al anhelo de que todos la asumamos para comparecer ante el nuevo milenio, el siglo XXI.
En el texto completo de esta intervención, que viene a ser oralmente resumida, trayendo adecuadamente los hechos en que tuve parte que constituyen el espinazo fáctico, la probanza histórica que sustenta nuestro pensamiento.
Por ello hemos arrancado, con una breve referencia, a un pasado remoto hasta llegar a mi participación en la vida pública en los últimos 15 años de Valencia y España, precedido todo ello de unas páginas de nuestra razón histórica que, bajo el nombre de Valencia, heredera de Roma, pasó de la tribalidad ibérica a la romanización y el cristianismo, que tras un paréntesis visigótico, bajo el dominio musulmán del Al-Andalus, fue reino vinculado al califato de Córdoba y, después de la Reconquista por Jaime I, cristiano Reino de Valencia durante cinco siglos, hasta la Guerra de Sucesión, y en ella al optar nosotros por Carlos III, el Archiduque de la Casa de Austria, y la derrota de Almansa en 1707, nuestro Reino perdió sus Fueros, recuperados dos siglos después en la Constitución del 78, que instituye el estado autonómico en el que ingresamos mediante nuestro Estatuto de Autonomía de 1982.
En el ínterin han ocurrido muchas cosas: hay quienes convirtieron la democracia en una sucesión sociológica de poderes hegemónicos con vivas remembranzas no deseables, los partidos perdieron, si es que la habían tenido alguna vez, su ordenación y ejercicio democráticos, las instituciones que debieran ser intangibles a la erosión política se fueron politizando con una relación de dependencia tal que desdibujó la cualidad exigible para su común credibilidad, en detrimento de la imperiosa independencia de poderes que legitima el Estado de Derecho.
Téngase en cuenta que todavía nuestra ordenación constitucional está tierna, que aún hay generaciones marcadas por el pasado, y otras que, casi en agraz, carecen de firmeza ideológica democrática, porque son víctimas de la inejemplaridad de sus antecesores, y su fe en los principios básicos y en los valores eternos, subsumidos en aquellos que nos inspiraron la Constitución, de la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, es endeble, no los han ejercido, víctimas todos de una falta de ética engendrada por la permisividad en el orden de valores que deben regir en una sociedad, en la que brillen con delimitados contornos para la convivencia en el derecho, en el respeto mutuo y en la libertad.
Yo creo percibir en mi concurrencia a reuniones de diversas gentes, singularmente jóvenes, en mi posición de espectador, una reacción noble en búsqueda de la verdad; y en la sociedad, igualmente, un renacer, un resurgir de presencias activas con afán participativo, de toma de conciencia de la necesidad de organismos intermedios que coadyuven, sin consignas, incluso sin dependencias políticas, al cumplimiento de un rol que les es exigible.
Ello nos permite suponer y esperar lo que sería la mayor ilusión para el inmediato siglo XXI, que el desarrollo institucional de la Constitución y del Estatuto no sea estéril y profundizando en los principios que ambos cuerpos legales establecen que Valencia recupere su presencia vertebrada por su refundación autonómica desde una España común y en la que algún día pueda oírse su voz.
Cumplidos los diez años de la promulgación de nuestro Estatuto de Autonomía, de 1 de julio de 1982, al enfrentarnos con la primera modificación, aunque sea casi por ministerio de la ley, de nuestra Constitución del 78, para el buen fin de los acuerdos de Maastricht, ya en la recta final del cumplimiento de los quince años del proceso de su elaboración constitucional en el que tanta parte me cupo el honor de tomar, como Presidente que fui de la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados, al participar en las legislaturas de 1977 y 1979- julio del 77 a diciembre del 1982- porque también tuve el honor de pertenecer a la Comisión de la Diputación permanente, bueno será que demos tiempo a la reflexión para conseguir que se consolide la Carta Magna y avance nuestra vertebración autonómica.
Cuando se está refundando de nuevo España, ahora que, tras los últimos pactos autonómicos del 92, se acomete, desde la posible uniformidad, la conformación de la novísima España de las autonomías, su sexta refundación, nosotros podríamos argüir con Julián San Valero que es nuestra tercera fundación, la autonómica de la Edad Heteronómica sobre las bases geopolíticas del antiguo Reino de Valencia.
Pienso que, en esta ocasión, entra en la estructura de nuestra propia identidad nuestra configuración cultural en su integridad, depurada por tantos avatares, en los que nos cupo la desdicha de ser los viajeros del furgón de cola, acaso por nuestra condición sempiterna de vencidos en nuestra propia tierra, lo mismo cuando legionarios del Archiduque Carlos -nuestro Carlos III- malogrado en la Batalla de Almansa en 25 de abril de 1707, que dos siglos después, por estar situados en la zona republicana, en nuestra guerra civil, Valencia era lugar de desastre, aunque para unos fuera en definitiva liberada o para otros derrotada, mas sin embargo, para todos, mal que nos pese, Valencia era nuevamente abatida.
De una y otra derrota sociológica y política, pagaríamos nuestro tributo, aún creo que lo estamos arrastrando como perdedores.
También es cierto que Eximenis ya había dicho que éramos un poble "ajustadis", y por ello, cuando el Borbón vencedor del XVIII nos ofrecía la restauración de nuestro privativo Derecho Foral, parece que contestamos que ya estábamos acomodados al Derecho nuevo, al del vencedor y de sus nobles.
Así hemos seguido, siglo tras siglo, -1707/1977- en cuyo 9 de octubre, Valencia entera reivindica su autonomía, sin perjuicio de que luego haya seguido entonando, con emoción y fe, ante la patria, -que Dios nos la conserve- aquello de que para ofrendar nuevas glorias a España nuestra Región supo luchar...
Sin embargo, malbaratamos la común ilusión, cuando se inició la refundación de nuestra autonomía, bajo el nombre tan poco afortunado, de "Comunidad" que yo propuse, para pacificar las guerrillas fratricidas de la transición, y mientras se luchaba entre nosotros -vía procesal, lengua, símbolos y nombre-, y en aquel entretanto, nuestro viejo Reino se quedaba postergado en todo -poble ajustadis-, sin participar de la bacanal presupuestaria del Estado, que termina con la locura estéril del 92, temporal y transitoria, de una feria de vanidades y velocidades supersónicas, y así nosotros, los valencianos, seguiremos viajando al centro, -¡ay, la servidumbre centrípeta!- por las centenarias calzadas, en cuya construcción colaboraron los presidiarios de Isabel II.
Palacio Atard, con feliz reflexión, afirmaba que nuestra Constitución suponía la última refundación de España sobre la base del Estado de las autonomías, añadiendo:
"Este momento es todavía una historia in fieri, es presente y futuro que ha de hacerse".
Y nosotros agregamos que a los valencianos nos compete con capacidad presente e ilusión de futuro escribir el capítulo que correspondió al Reino de Valencia en el pasado, conscientes de nuestros valores históricos por nuestra recuperación autonómica vinculada y solidaria con la unidad nacional.
Porque tenemos suficiente conciencia de una legitimación activa y sugestiva, dentro de nuestro politeísmo de autonomías, para reivindicar las capacidades de la nuestra, y así impedir que nunca más pueda imputársenos que esta sea una nueva ocasión perdida, mediante la trabazón, la vertebración entre nosotros mismos, superando nuestro tardo-provincialismo, para poder un día, con una sola voz, dirigirnos en nuestra propia lengua a la nación, como la increpaba Maragall "¡Escolta, Espanya, la veu d'un fill!", porque no queremos ser, ni seguir siendo, los preteridos, si es que hemos de seguir formando parte como queremos, de nuestro concepto de la nación, el orteguiano, de "un sugestivo proyecto de vida en común", que no quisiéramos ver frustrado una vez más.
Pero hay que tener en cuenta que esta voluntad se resquebraja cada día, porque del orden de prioridades, que impone el gobierno de España, no nos alcanza nunca el beneficio bastante, ni los capítulos suficientes para impulsar la cultura, las culturas española y valenciana que nos unen lo mismo en el pensamiento que en las lenguas que son nuestra expresión, que en las infraestructuras adecuadas a la imprescindible plataforma cultural, tecnológica y logística para la apoyatura de las exigibles acciones de progreso.
De esta suerte, serán correlativas nuestra afección y nuestra aportación a la patria común e indivisible, porque como decía recientemente Laín Entralgo, "sin buena voluntad por ambas partes, mucho temo que el proyecto de vida en común sea más bien renqueante que sugestivo".
Es hora ya que nosotros, los valencianos, nos esforcemos en levantar todos la voz -tots a una veu- para alcanzar un día, más próximo que lejano, una presencia parlamentaria valenciana sin más adendas ni calificativos, porque el estado de bienestar, nuestra bienandanza, no tiene, no debe tener lenguas, ni ortografías distintas, porque debería resonar pronto en los tornavoces parlamentarios la demanda global valenciana para tener la firmeza de una exigencia perentoria.
Mas no quisiera terminar sin hacer una invocación a nuestro deber de solidaridad con España, derivada de la propia Constitución que fue redactada sintiendo los legisladores del 77 su inmensa responsabilidad, sabedores y muchos víctimas de un pasado constitucional, el de la Carta Magna de la IIª República, la de 9 de diciembre de 1931 que en su redacción llevaba ínsita la intolerancia en lo religioso, en lo social y en lo autonómico.
Su ruptura en el octubre revolucionario de 1934 terminó con las autonomías pretendidas, fué determinante de los movimientos históricos pendulares que comportan la represión y la reacción a más, como ocurrió con el triunfo del Frente Popular que dejó estremecido al mismo Manuel Azaña.
Había que conjugar la instauración de una forma de gobierno, la Monarquía, que trayendo causa del pasado nos vertebrara con la historia, reanudada en base de la declaración de la Monarquía Parlamentaria; había que resolver el problema religioso y hubo de conformarlo, legitimados por el Concilio Vaticano II mediante la libertad religiosa, para así dejar de ser un Estado confesional, pero constitucionalizando que los poderes públicos tendrían en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y que mantendrían las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones.
Y había de resolverse el problema autonómico como se resolvió desde la ambivalencia muy comentada en este capítulo con referencia al artículo segundo y al todavía no concluso Título VIII de la Constitución, el de la Organización Territorial del Estado.
Todo lo cual no quiere decir que en todos los órdenes estemos libres de asechanzas, de peligros, de riesgos ciertos y evidentes contra los que debemos estar prevenidos, porque la perdurabilidad de los principios constitucionales que amparan los logros obtenidos no se produce por sí sola, sino por la participación, ejercicio y defensa de los españoles que han recibido el legado histórico que la Consititución supone.
De modo intermitente se producen irrupciones sociales sobre problemas que nos parecen resueltos constitucionalmente, pero que no pueden dejarse de la mano, y cuando afectan al ejercicio de los derechos humanos enunciados y garantizados, hay que estar vigilantes y atentos para su defensa, con ocasión o sin ella.
Y ahí están la libertad de expresión que queda en entredicho y riesgo cuando desde el poder se legisla primando más la seguridad que la libertad; o cuando, también desde el poder, la libertad religiosa y el reconocimiento transcrito constitucionalmente de respeto a la religión católica, son zaheridos con ofensa procaz a la dignidad de la persona humana o se procede contra la unidad indisoluble de la patria, no por irresponsables criminales sino por quienes fueron coautores constitucionales y se lucraron de los derechos de autonomía establecidos y garantizados, e, intermitentemente, se salen del tiesto de la solidaridad interautonómica proclamando sinrazones secesionistas que irritan la lógica sensibilidad nacional de todos los españoles, de todas las Españas.
Así, un día, de amanecida, las radios repiquetean nuestro despertar contando el mal sueño de unas declaraciones de quienes se creen distintos de nuestra españolidad por una discriminatoria composición de su sangre, parece que hemos retrocedido en la historia y todavía la locura racista, que nos llevó a la última guerra europea, que tiene su resurgir en la desfederación yugoslava, cuando se enfrentan croatas, servios y musulmanes y Bosnia-herzegovina es un peligrosísimo foco de vergüenza y de peligro en los tiempos que corren y en general tanto en las Repúblicas liberadas a partir de la caída del Muro del Berlín como en las que conformaron la Unión Soviética, enfrentamientos étnicos, de religión, comunistas y nacionalsocialistas redivivos constituyen grave riesgo para la convivencia pacífica en el Este europeo.
También en España hubo quienes aspiraron a una semejanza dislocada con Estonia, Letonia y Lituania, produciéndose metástasis nacionalistas que debemos atajar cuando es tiempo, porque su solo planteamiento hace pensar que las diferencias de nuestra españolidad común por una discriminatoria composición hemolítica significa un retroceso histórico de la locura racista componente de un separatismo inconfesable.
España, como recordó el Rey en su último mensaje -Navidad 1992- es el proyecto colectivo que merece el sacrificio y el entusiasmo de todos los españoles. Y en ello estamos.
Quiero terminar invocando una vez más nuestra Valencia y el rol que le compete en un futuro inmediato.
Se avecinan tiempos mejores; nunca el pasado fue mejor, porque la ilusión, es el futuro con la utopía que hemos de perseguir y el triunfo que aguarda a Valencia, tiene como pórtico el tercer milenio de nuestra era. Valencia ha de recuperar su voz en Europa como cabeza del eje mediterráneo según fue en el pasado y acredita nuestra ejecutoria.
Valencia, es algo más que un ente urbano capitalino porque le aguardan los caminos y las riberas de Europa, singularmente de la Europa mediterránea, porque los de la Europa interior los recorrió en los últimos tiempos. Valencia estaba en Europa mucho antes de la concurrencia hispana a la Comunidad.
En el pasado fuimos puerto de arribada de todas las culturas y base de la proyección de nuestro derecho y comercio internacionales, cuyas leyes nos universalizaron.
Valencia, antiguo Reino, hoy Comunidad, ha de vertebrarse aunando el eje mediterráneo mediante comunicaciones, tecnología y competitividad que exige la concurrencia a esta nueva empresa.
Valencia está emplazada, vuelve a ser su hora, tenemos de nuevo la ley, los hombres con su ejecutoria y los medios para su eficaz realización, y estamos seguros que no le faltará valor para capitanear la subyugante aventura del siglo XXI.
He de concluir con el capítulo de gratitudes:
Mi agradecimiento a la Junta de Gobierno y a su Rector que me elevaron a la más grata distinción que pudiera recibir.
Al para mí siempre Presidente Leopoldo Calvo Sotelo.
Y a todos los que habéis tenido la deferencia de concurrir a este acto.
Mi más viva gratitud.