Doctor Honoris Causa por la Universidad Politécnica de Valencia. Investido el 18 de mayo de 2001
SAN FRANCISCO DE BORJA Y LA FUNDACIÓN DEL COLEGIO ROMANO - AHORA, UNIVERSIDAD GREGORIANA.
Suelen ser un tanto falsas las palabras protocolarias con que se acostumbra comenzar los discursos de agradecimiento por un doctorado honoris causa, referentes a la sorpresa por el máximo honor académico, y a la falta de méritos para tal honor. En cambio ahora, en mi caso, la sorpresa y el agradecimiento no pueden dejar de ser sincerísimos, pues en mis veinte volúmenes de historia de la cultura he tenido que tratar muchas ciencias humanas, pero en escasas ocasiones de las ciencias puras -no me gusta apellidarlas duras. A lo más, tal cual vez he tenido que entrar en el campo de la enseñanza de las matemáticas en los colegios secundarios y en las universidades durante los siglos XVI a XVIII, y en el de la conflictiva superación de la física de tradición helénica por la nueva física, la que se inicia con Galileo y Descartes y se consolida con Isaac Newton.
Esto me convence de que, si me habéis convocado hoy acá, ha sido sólo por mis estudios borgianos, que van desde el siglo XII hasta el XVIII y que ocupan todo el volumen IV de mi Obra completa, publicado en Valencia hace ya siete años, cuando ya tenía ochenta y cinco de edad.
Habiendo de hablar, pues, en público, ahora y aquí, había de elegir uno de los muchos aspectos históricos que la gran familia Borja siempre plantea, y replantea. Si nos encontrásemos en cualquier otro lugar de esta bella ciudad, podría escoger entre los Borja valencianos de la baja edad media y los Borja de la rama ducal de Gandia. Pero en este Salón de Coronas del palacio del santo duque, no puedo hablar sino de san Francisco de Borja, recordando el día 16 de octubre de 1928, hace casi setenta y tres años, en que comencé aquí una nueva vida, bajo su mirada. Ella me ha ayudado siempre a superar los contrastes entre la cultura universitaria que yo traía, y la subcultura clerical que tanto me pesará durante los trece años que llamaban de formación.
Esa lucha constante me ha procurado un bien precioso, desde el punto de vista de la Historia: el rechazo del tópico y la búsqueda de la verdad -que también en el campo de la historia sólo la verdad nos hará libres. Esa actitud me sugirió, súbitamente, hablaros hoy de los tópicos pseudoborgianos referentes a san Francisco de Borja. Pero no quiero pronunciar un discurso puramente negativo. A guisa de introducción bastará enumerarlos aquí sucintamente.
El primero, la conversión del marqués de Llombai en Granada el año 1539, al tener que testificar que el cadáver descompuesto que conducía era el de la bellísima emperatriz Isabel de Portugal, inmortalizada por el Tiziano. La supuesta conversión a no querer servir más a ningún señor que se le pudiese morir - como han repetido los hagiógrafos, siguiendo al primero de ellos, Pedro de Ribadeneyra - se ha querido corroborar con el emocionante sermón que pronunció en aquella oportunidad, en Granada, san Juan de Ávila. Sólo que en su Diario espiritual, conservado solo para los últimos años de su vida, 1564-1570, el santo Borja no recuerda nunca ni la fecha de defunción de su propia esposa, ni la de la sepultura de la bellísima emperatriz Isabel en Granada, sino el día de su muerte en Toledo, el 1º de mayo.
En tal día del año 1564, escribía: "1º de mayo. Ut fieri solet [como se acostumbra]. E[mperatriz], 1º actión de gracias por agora 25 años etc.". Pero este enigmático et cetera nos lo desgrana y nos lo hace participar emocionalmente dos años más tarde: "1º idem [es decir, de mayo]. E[mperatriz], [siguen dos signos, como para insistir en la importancia de lo que allí se expresa] consolatión con la E[mperatriz], gozando de lo que el Señor obró en ella y en mí por su muerte", clara manifestación de su íntima conmoción espiritual. Y prosigue: "item [además], spes ben [es a saber: esperanza de su eterna vida], renovatión de gracias et alia" [y otras cosas].
Ese estado de espiritual consolación no duró sólo un día. A pesar de que la repetición de la mayúscula E en su Diario espiritual nos impide considerarla siempre como una abreviación de Emperatriz, la relación de esta abreviatura con la experiencia de una extraordinaria consolación espiritual durante todo aquel mes de mayo de 1566 nos permite conjeturar, con suma probabilidad, que continúa refiriéndose a la impresión que aún le causaba, pasado ya un cuarto de siglo, el recuerdo de la muerte de su emperatriz.
Un recuerdo espiritual y purísimo, que basta para hundir definitivamente, y con firme base documental, otra leyenda, ésta romántica, popularizada por el Duque de Rivas: la de unos verdaderos amoríos entre el entonces sólo marqués de Llombai y la emperatriz Isabel, también reina de Valencia entre otros muchos títulos regios.
Los propagadores de este otro tópico legendarios podían saber ya, y hubieran tenido que recordarlo, que Isabel y Francisco eran parientes próximos, ella como nieta de Fernando II el Católico a través de María de Aragón, reina de Portugal, y él como nieto del mismo rey Fernando II de Aragón y de Valencia, por las líneas ilegítimas de don Juan y doña Juana de Aragón, madre del santo Borja, lo que bastaba para explicarse la especial amistad entre la emperatriz y su joven pariente.
Lo que los poetas románticos no podían saber todavía, porque la documentación de Simancas lo ha revelado, ya muy entrado el siglo XX, a la historiografía peninsular, es que la mujer y también lejana parienta del santo duque, doña Leonor de Castro, no fue la idealizada duquesa de Gandia que nos proponía la hagiografía borgiana, sino una mujer más egocéntrica que egoísta, que lo quería todo para sí y para sus hijos, junto a la cual "no se podía ser feliz", como decía textualmente la reina de Portugal doña Catalina, hermana de Carlos V y esposa del rey don Juan III; por ello ésta se opuso con todas sus fuerzas al nombramiento (ya decidido por el emperador) del marqués de Llombai como mayordomo del príncipe de Asturias don Felipe (el futuro Felipe II de Castilla y I de Aragón y Valencia) y su prometida doña María de Portugal, su hija, hubiese de convivir, en España, con la marquesa doña Leonor de Castro, por las razones que acabo de recordar.
Aquellos rasgos psicológicos tan negativos nos explican que su marido, san Francisco de Borja, se refugiase, en Toledo, en la amistad femenina de su pariente la emperatriz, constantemente alejada de su marido el emperador, mientras éste recorría las ciudades y los campos de batalla de toda Europa. A los fantásticos amores adulterinos de los románticos se les ha sobrepuesto una íntima amistad femenina del joven marqués de Llombai, que su Diario espiritual nos permite -acabamos de verlo- calificar como espiritual, y aún espiritualísimo. Este texto, además, nos percata de que el tópico de la superación de la típica amoralidad de muchos personajes borgianos del Cuatrocientos por las virtudes de Francisco de Borja y Aragón, en cuyo palacio ahora nos hallamos, no comenzó con su renuncia al ducado y con el ejemplo de que un Grande de España abrazase la vida religiosa, sino ya en sus seis años de noble servicio en el palacio de Toledo.
Pero los tópicos borgianos de san Borja, como lo apellidáis aquí, en Gandía, no acaban con el traspaso del ducado a su heredero primogénito, don Carlos de Borja y de Castro. Con frecuencia se ha enlazado la amistad entre Francisco, aún duque de Gandía, y el entusiasta franciscano espiritualista fray Juan de Texeda -huido, según parece, de Castilla por hechos de sangre- con el espíritu intimista de nuestro santo. Texeda soñaba que Francisco sería el papa angélico que Joaquín de Fiore y nuestro Arnau de Vilanova habían anunciado como restaurador de la Iglesia universal. Ese ambiente, más espiritualista que espiritual, fue característico de algunos jesuitas del colegio de Gandía en los primeros años de su historia. Y como uno de ellos, el padre Andreu Capella, valenciano, abandonó la enseñanza para hacerse cartujo, comenzó a denominarse "espíritu de cartuja" al que reinaba en Gandía, y se amplió y extendió, algo abusivamente, a toda la provincia jesuítica de Aragón, es decir, al territorio de los cuatro reinos hispánicos de la antigua Corona aragonesa. Paradójicamente hay que subrayar que el exjesuita y después cartujo Andreu Capella, siendo más tarde obispo de la Seo de Urgel, orientó hacia la pedagogía cristiana al joven beneficiado José de Calasanz, aragonés de la Franja de lengua catalana, destinado a fundar la orden de las Escuelas Pías, casi exclusivamente dedicada a la pedagogía cristiana que el propio Capella había rehuido para consagrarse más a la contemplación y a la penitencia.
Esa era también una doble práctica que caracterizó a san Francisco de Borja y que abrirá el paso a otras dos leyendas, igualmente pseudoborgianas y persistentes.
Aunque, por la historia auténtica y documentada, la penitencia de nuestro duque por sus propios pecados, y la consiguiente humildad, que le llevaba a firmarse "Francisco pecador" tras haberse dado a una vida más perfecta, algunos hagiógrafos, más pseudomísticos que historiadores, han asegurado que Francisco hacía penitencia más por los pecados de su linaje que no por sus pecados personales. Parece imposible que tales pseudomísticos no sepan que ha sido siempre propio de los santos un profundo complejo de culpa. Y ello vale no sólo para san Ignacio, cuya vida "desgarrada y vana" conocemos documentalmente, mas aun para santa Teresa de Jesús, de quien sólo conocemos pequeñas travesuras de adolescente.
Además, en cuanto al santo Borja, tenemos dos contrapruebas contundentes: en su Diario espiritual, que he citado ya tantas veces, hay muchos pasajes referentes a la penitencia por sus pecados, y, en cambio, no se halla en él ni la menor alusión a los de sus antepasados y familiares. Sin contar que no podemos juzgar las reacciones de las personas de los siglos pasados con la mentalidad actual: el propio Borja santo, apenas llegado a Roma como profeso jesuita clandestino, se pone en contacto con la familia Mattei como parientes suyos, siendo así que, estrictamente, sólo era su pariente, y por afinidad, Ciríaco Mattei, casado con una hija natural, y de madre desconocida (casi no habría que explicitarse, tratándose de un Borja errante, aun a mediados del siglo XVI) de don Juan de Borja, otrora duque de Nepi y de Camerino, precisamente el personaje borgiano que representa el escalón más bajo, en el orden moral, de toda la dinastía.
Más aún, ya en pleno siglo XVIII, cuando la línea ducal construyó aquí mismo el salón dorado de este palacio a honor y gloria de su santo antepasado (antes beatificado por un papa, Inocencio X, que era nieto de una Mattei), pusieron en el techo, como lema, aquel versículo del salterio que reza así: "Quae utilitas in sanguine meo dum descendo in corruptionem ?", ¿ de qué sirve mi sangre cuando desciendo hacia la corrupción ? -aquí se sobreentiende: hacia la corrupción de la muerte. Y es que, aun en el Setecientos, tener sangre borgiana y de la casa real de Aragón, aunque fuese por líneas ilegítimas y aun sacrílegas, era más un motivo de vanagloria que de humildad y penitencia..
Ésta, en san Francisco de Borja, iba unida a la contemplación divina, y otra leyenda borgiana del santo es que su profunda vida comtemplativa, iniciada ya aquí en Gandía, hizo cambiar en gran manera toda la historia de la Compañía cuando él era su prepósito general de 1565 a 1572. Nada más exagerado: Borja insistió en la letra de las Constituciones ignacianas hasta en las cosas más pequeñas: si en la India el calor obligaba a echar una hora de siesta, por la noche había que dormir solo seis, para atenerse a la prescripción de san Ignacio de no dormir más de siete horas; si del de Loyola decían sus contemporáneos que era contemplativo en la acción y activo en la contemplación, de modo igual se nos presenta Borja como general, tanto en Roma como durante los últimos años de su vida al servicio de la diplomacia pontificia, tal como nos lo han revelado, de modo pleno y sin duda alguna posible, las investigaciones de Enrique García Hernán, recientemente publicadas por la Generalidad Valenciana; y, para no alargarme en exceso, tal como san Ignacio, a partir de 1548, fecha de la fundación del colegio-universidad de Mesina, dio más importancia a la pedagogía cristiana que a la predicación católica en clave antiprotestante, Francisco de Borja ya no se contentó con crear, como duque, el primer colegio-universidad los jesuitas aquí en Gandía, sino que como prepósito general no cesó de crear nuevos colegios en todo el mundo -a veces no lo bastante fundados económicamente, lo que ocasionará graves quebraderos de cabeza a sus sucesores en Roma, y sobre todo a los provinciales de España.
Había que recordar hoy y aquí, de una manera muy especial, la creación y la fundación económica del colegio y universidad de Gandía. Porque, cuando se ha opuesto en España el Particularismo (con mayúscula) al Globalismo y el Universalismo (naturalmente en mayúsculas también, y aún mayores), conviene recordar que el cuarto duque borgiano de Gandía, desde aquí, y san Ignacio, desde Roma, le dieron unos estatutos tan ponderados y exportables, que fueron la base y pauta de la Universidad de Mesina y de las demás universidades jesuíticas de Europa y América que no fuesen sólo universidades menores, con las solas facultades de Humanidades, Filosofía y Teología, sino verdaderas Universidades completas, con las facultades también de Derecho y Medicina. Nótese, también, ahora y aquí, que la seria conmemoración de los cinco siglos de la Universidad de Valencia, en 1999-2001, ha ampliado el interés histórico a las demás de este reino, y nos ha explicado cómo con frecuencia la facultad de Medicina de Gandía tenía más alumnado que la de Valencia capital.
En esta misma línea de la convivencia, y no en la de la sublimación de lo particular por lo universal, se coloca la actuación de nuestro santo duque pasando de la fundación y dotación de su Universidad de Gandía, a la primera dotación seria para la fundación económica del Colegio Romano, denominado, en sus inicios, Colegio Borja del Gesú, y actualmente Pontificia Universidad Gregoriana, de la que he sido profesor y catedrático de 1952 a 1981: treinta años.
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Me limitaré a aducir y comentar los documentos más importantes, a pesar de haber sido publicados, y bien conocidos de los especialistas. Pero hay cosas que me parece que todos los valencianos cultos han de saber, sean o no especialistas.
Tras las inesperadas experiencias de los frutos culturales y religiosos de los colegios universitarios de Gandía y Mesina -por obra, sobre todo, del valenciano Francisco de Borja y del mallorquín Jerónimo Nadal respectivamente- san Ignacio planeó la creación de otro colegio en Roma. Las tres instituciones habían de conseguir a la vez la formación cultural y científica de los nuevos jesuitas, y la instrucción y educación cristiana de los estudiantes externos. El Colegio Romano se encaminaba, además, a ofrecer una enseñanza católica, a la vez en filosofía y teología, a los jóvenes del centro y del norte de Europa, para que más adelante pudiesen enseñar las verdaderas doctrinas católicas. Paralelamente Ignacio pensaba en la fundación, también en Roma, del Colegio Germánico, destinado no tanto a la enseñanza, cuanto para que sirviese básicamente de residencia, los jóvenes de aquellas regiones pudiesen asistir a las clases del Colegio Romano, y recibir en su propio colegio las lecciones que completasen la enseñanza general del Colegio Romano -siempre en latín, como se hacía en todas las universidades europeas en la época del Renacimiento.
Habiendo estado y sido el duque de Gandía tan atento y generoso en la institución jurídica y en la dotación económica de su colegio en esta ciudad que ahora nos acoge, Ignacio encargó al secretario general de la Compañía, Juan Alfonso de Polanco, que le insinuase todos estos planes. Si el mismo Ignacio no le escribía directamente, sería más fácil al duque de Gandía excusarse, tanto más no haciéndosele tal insinuación directamente al duque, sino al padre Antonio de Araoz, contrapariente del de Loyola y entonces residente aquí en Gandía.
La insinuación era doble: una, la de erigir una nueva iglesia del Gesú; otra, a favor del colegio de Roma.
En cuanto a la primera, Francisco contó, primero como duque, y más tarde como general de la Compañía, con la magnánima generosidad del cardenal Farnesio, nepote del papa Paulo III (creado cardenal por Alejandro VI Borja, y creador, como papa, de la nueva orden de Ignacio de Loyola). En las visitas que Francisco, con el arquitecto Vignola, hizo al cardenal Alessandro Farnesio en su espléndida villa de Caprarola para hablar de la nueva iglesia del Gesú, Borja, ya prepósito general, insistió en que el templo fuese de una sola nave. Sobre este hecho, Joseph Braun, en su importante libro de 1913 sobre los orígenes de la arquitectura jesuítica en España -más exactamente, sobre las antiguas iglesias de los jesuitas en España (Spaniens alte Jesuitenkirche)-, lanzó la bella hipótesis de que nuestro Borja tenía presente en su mente la iglesia colegial de Gandía como modelo para el Gesú; nuestra iglesia corresponde a un tipo arquitectónico que va desde la catedral de San Juan en Perpiñán hasta el sur del reino de Valencia.
Mas los estudios posteriores al del padre Braun, sobre todo los de Pirri y Vallery-Radot, nos han hecho ver que de un tipo semejante, aunque ya renacentista, era el templo de Montserrat en Roma, donde Ignacio había ejercido los ministerios sacerdotales apenas llegado a Roma en 1538; que, fuera de la corona de Aragón, ya las órdenes mendicantes de la edad media, dominicos y franciscanos, habían preferido los templos góticos de una sola nave, más aptos para la predicación que los de a tres, con sus columnas aislantes; y que el maestro de obras del Vignola en el Gesú provenía de Ferrara, donde ya había otros templos semejantes al de Montserrat de Roma. La atrayente hipótesis de Braun ya solo la pueden defender algunos ultranacionalistas españoles, en defensa del Universalismo antipeculiarista que ahora tendrían que apellidar Globalismo.
La participación de san Francisco de Borja en la creación del Colegio Romano está más probada y fue más eficaz.
En este punto la carta ya citada de Polanco a Araoz de 27 de julio de 1549 rezaba así: "La segunda obra es de comenzar un colegio aquí en Roma, que se tiene, sin dudar en ello, por singularmente buena obra y de gran servicio de Dios por muchas razones, que sería cosa larga scrivirlas. Y con aver quien por algún año para la fábrica o primer entretenimiento ayudase con alguna quantidad, como serían otros 500 ducados, pienso que en brevísimo tiempo se hará collegio muy caudaloso, como ay aquí tanta facilidad de augmentar las obras pías y útiles al próximo. Y aunque el cardenal Farnesio dize que en todas maneras quiere hazer este tal collegio, y otras personas potentes, quien comenzase haría más que nadie. Y es verdad que, como veo que somos tan deudores, en el Señor nuestro, todos, al [señor duque], que le deseo ver principio tanbién de estas obras, para serle en mayor obligatión."
Francisco, de momento, aceptó ambas invitaciones, y ya en Roma pasaba a san Ignacio esta nota el 3 de febrero de 1551, justo antes de regresar a España: "Mi reverendo mi Padre: Para que se dé algún principio a las dos obras santas de la yglesia y collegio, yo dexo aquí en Roma algún recado de dineros, de los míos y de los de mis hijos, y tanbién quedan algunas personas dispuestas para ayudarlas. Y porque vuestra paternidad tenga informatión alguna desto, lo que yo dexo es":
En primer lugar, no 500 ducados, como Polanco le había pedido para el colegio, sino 3.000 ducados de oro (con la moneda señalada con el signo de un triángulo, que en Roma significaba escudos y en España ducados, dos monedas de valor equivalente, casi siempre); esos ducados, en moneda contante, sabemos que se dedicaron en parte al colegio y en parte a la construcción de la nueva iglesia.
A entrambas obras el santo Borja dedicaba otros 1.500 ducados de oro, que Miquel Llimona entregaría; el primogénito don Carlos de Borja aportaría otros 500 ducados anuales, mientras viviese, como hará también el segundogénito don Juan, el futuro autor de las Empresas morales y conde de Mayalde y de Ficalho, pero sólo durante seis años.
Además de esto, el obispo de Esquilache (feudo de los príncipes Borja de Aragón) se ha comprometido a aportar otros mil; y Messer Tommaso Giglio, gran amigo de los jesuitas, ha ofrecido 2.000 más para el colegio y el templo. Para asegurarlo más todo, deja en Roma como procuradores suyos al sacerdote Luis de Mendoza, más tarde jesuita, y a los gentileshombres romanos Savo Mattei (ya hemos hablado de su familia) y a Camillo Stalla.
Sin embargo, todo ello fue como el cuento de la lechera. Carlos y Juan no pudieron satisfacer por mucho tiempo los deseos de su padre, y durante los cinco primeros años aquel Colegio Borja del Gesú tuvo como entrada más segura los 1.200 ducados anuales que Carlos V acababa de otorgarle por cinco años, por los servicios prestados por Francisco en la corte toledana de la emperatriz Isabel, y en Barcelona, como marqués de Llombai, en el cargo de lugarteniente general de Cataluña. Tal concesión se firmó en Augsburgo el 10 de marzo.
Aquel proyecto -más que estado- de cuentas lleva la fecha de Roma, 3 de febrero del mismo año. El domingo día 23 se inauguraba el Colegio Borgiano, apellidado Romano más adelante, por no haber bastado las rentas ducales para sobrevivir; el día siguiente ya se comenzaba a dictar en él lecciones de humanidades. Exactamente dos años después, en el curso académico 1553-1554, iniciaba el trienio de Artes o Filosofía, con lo que pasaba a ser un colegio de estudios superiores; con el privilegio del papa Paulo IV del 17 de enero de 1556 (último año de la vida de san Ignacio), el papa Carafa, no muy amigo de los jesuitas ni de los españoles, convertía el Colegio Romano en un colegio universitario. No utilizó el título de universidad para no chocar con La Sapienza, la tradicional Universidad de Roma.
Más adelante, cuando en 1581 Gregorio XIII Boncompagni fundó de una manera más estable el Colegio tan deseado por los santos Loyola y Borja, comenzó a designárselo como Colegio Romano con la anexa Universidad Gregoriana. Pero fue la primera de esas dos titulaciones la que prevaleció hasta la unidad italiana de 1870. Tres años después su sede, edificada a expensas del papa Boncompagni, pasó al nuevo reino de Italia. Entonces Pío IX quiso que el histórico Colegio Romano, reinstalado en el vecino palacio Borromeo, tomase como nombre oficial el de Pontificia Universidad Gregoriana, que perdura todavía.
En este breve discurso sólo he podido aludir a las fechas y a los documentos que me han parecido más notables, pero adrede he dejado uno de los más importantes, porque me parecía muy oportuno en el marco de este Salón de Coronas.
Tras haber dictado aquí su último y definitivo testamento el 26 de agosto de 1550, poco antes de partir hacia Roma, el duque Francisco de Borja, dos días después, el 28, le añadió dos codicilos, el segundo de los cuales concluía así: "Vull, ordén y man que per lo marquès de Lombay, fill y hereu meu en dit testament instituït, sien donades mil y cinc-centes lliures al col·legi que de proximo entench edificar en Roma per a estudiants de la Compañía de Jesús, a obs de l'edifici de dit col·legi...".
Como acabamos de decir, ese Colegio, primero Borgiano y después Romano, fue inaugurado antes de medio año, en febrero de 1551. Este año, pues, se cumplen exactamente cuatro siglos y medio. Pero no ha sido tal coincidencia lo que me ha movido a escoger este argumento para la segunda parte de mi discurso de hoy. Creo que hay otra razón de mayor peso histórico para esta elección: fundando ese colegio de Roma después de haber fundado el de San Sebastián y Universidad de Gandía para el bien espiritual de sus vasallos tanto los cristianos como los moriscos, que así podrían tener un nuevo clero de lengua árabe, y para la instrucción intelectual de los adolescentes en general, quiso ampliar su acción en Roma. Y a la manera que los papas Borja, Calixto y Alejandro, desde Roma quedaron vinculados a Játiva y a la ciudad de Valencia, el nombre de Francisco permanecerá vinculado tanto a la historia de Gandía y de Llombai, como a la Roma cristiana y europea.